Durante casi treinta años Dalia ha rescatado a cientos de animales, enfrentando las críticas de vecinos y colegas; además de sortear como puede los vacíos legales, la desidia del gobierno, el encarecimiento de la medicina veterinaria y la indiferencia de organizaciones estatales encargadas de realizar el trabajo que ha recaído en mujeres como ella, dedicadas a socorrer a perros y gatos callejeros.
Sus inicios como protectora se remontan a la década de 1990, motivada por el peligro que corrían las aves endémicas en medio de una crisis que acabó con parte del patrimonio natural, material e intangible de la nación. Por aquel entonces llegó a ofrecer a un contrabandista su cadena de oro con un dije de marfil, a cambio de una cotorra. Recuerda aquella época amarga en que se levantaba a las cinco de la madrugada para ser de las primeras en llegar al parque de la Normal y adquirir, en medio de la mafia del acaparamiento y la especulación, el alpiste para sus aves.
Luego llegaron los perros y más tarde los gatos, desfavorecidos estos últimos por la superstición y los mitos populares. Al no existir refugios para tantas criaturas abandonadas, Dalia conoció los inconvenientes de acoger en su casa un número elevado de animales cuya preservación y sustento exigen mucho más que pequeñas jaulas y semillas de girasol.
Hoy, esta Licenciada en Historia trabaja como operaria de los equipos del parque infantil “La Maestranza”, y a sus 68 años confiesa que son sus gatos la única razón por la cual no se ha decidido a jubilarse. Allí los mantiene alimentados, desparasitados y esterilizados, para evitar una mayor proliferación de la especie doméstica más maltratada.
Lo que para cualquiera podría representar un sacrificio desproporcionado, para ella es una labor de cuidado y amor, cual si se tratara de sus propios hijos. No lamenta invertir sus días haciendo colas en las pescaderías, o bregando algunas libras de arroz para continuar una lucha cotidiana que no sabe de treguas, en una sociedad donde la vida se ha tornado sumamente difícil.
No hay concesiones para la causa de Dalia. Esfuerzo, tiempo y dinero corren por su cuenta; la gente se burla de su empeño; algún vecino cruel envenenó a su gata bengalí hace pocos días y recientemente, con los nervios quebrantados por el sufrimiento y la falta de sueño, habló a CubaNet de una larga noche tratando de alimentar a dos camadas de gatitos que dejaron abandonados. Aunque logró salvar a cuatro, no pudo evitar llorar copiosamente por el cachorrito que murió pese a todos sus cuidados.
La historia de Dalia es un paradigma de bondad y compasión en un momento crítico para el bienestar de los animales en Cuba. La protectora estima que actualmente se verifica el peor contexto de maltrato animal desde los años del Período Especial, agravado por la ausencia de una ley que castigue con severidad a los abusadores. El abandono y maltrato se han disparado al extremo de que personas como ella se han visto obligadas a convertir sus casas en refugios para las víctimas de la insensibilidad, la brutalidad y la codicia humanas.
Es una cruzada de amor que Dalia ha debido emprender sola, seguida a distancia por un esposo paciente, una vecina que de vez en cuando le regala arroz, un veterinario compasivo y un cocinero solidario que tiempo atrás se ocupó de sus gatos en “La Maestranza”, mientras ella estuvo enferma. Su dedicación ha hecho eco en personas sensibles, que le ofrecen lo que pueden para mitigar el impacto de semejante empresa en el bolsillo de una cubana humilde, y la defienden contra los ataques y amenazas de gente vil.
A menudo los turistas se detienen frente a la verja del parque, intrigados por la presencia de los platos desechables. Con sus cámaras registran el ir y venir de Dalia; preguntan quién es esa mujer, y como no alcanza un instante para explicarles el drama que rodea al acto que están presenciando, se les dice solamente que ella es la protectora de los gatos abandonados.
En un país donde socorrer a los animales parece cosa de locos, es un espectáculo conmovedor el cortejo de hermosos felinos que esperan el manjar, las curas y los mimos de Dalia cada día, con la primera luz del alba o antes de la puesta del sol.
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